miércoles, 14 de febrero de 2018

El lobo y la rosa

Bajo el resonar de los antiguos soles y las cristalinas lunas existió un reino bendecido bajo la luz del crepúsculo. En él habitaba toda clase de vida uniforme por el propio ciclo vital hasta que un día, ligado por el infortunio, con oscuridad y decadencia, toda bocanada de claridad se extinguió y comenzaron a gobernar los susurros espectrales de una noche perpetua.

En lo profundo de un bosque ancestral se erguía una rosa de pétalos escarlata, la más bella que se hubiese visto jamás, elegante en su existir y radiante en su despertar. Su soledad la inmaculaba, convirtiéndola en la joya mortal más deseada.

De entre todos sus numerosos aduladores únicamente uno la observaba siempre desde la distancia.
Era un lobo con tonalidades noctámbulas, solitario y errante. Tenía siempre la mirada fija en el manto de las estrellas y su ferviente pasión había contrarrestado de manera inmediata sus largos vagabundeos, atándolo a aquellas tierras de manera permanente, como las viejas raíces de un árbol anciano que se adhieren al suelo con una fuerza divina.

La observaba más que ningún otro, día y noche, con una determinación titánica, poseído por un reflejo hipnótico. Cuando su manto de dirigió hacia él, bastó un simple parpadeo para quedar atado en cuerpo y alma. La deseaba más que a cualquier materia terrenal o espiritual. Se había convertido en su letanía, en su sueño astral. La amaba, siempre lo había hecho y ella lo sabía.

Cuando las heladas bailaban con el frío invernal, resonó en la lejanía un grito fantasmagórico y la umbría tomó vida bajo los hilos de un cielo desfigurado. Estampas hambrientas, cubiertas de una negrura sepulcral, comenzaron a arrastrarse en dirección a la luz que emanaba de aquella maravilla oculta, con la única intención de devorarla. Un aullido acompasó al viento y una figura emergió de las tinieblas para situarse al lado de la rosa. Los numerosos hálitos desnudaron su propia clandestinidad y los rodearon.

El lobo tomó su decisión e introdujo con delicadeza a la rosa en sus fauces y en un intento desesperado por salvarla, se privó a si mismo de su único medio de defensa.
Las ánimas lo carcomieron, desgarrando su mente y destrozando su cuerpo pero no hubo quejidos de dolor cuando su voluntad lo abandonó antes de sucumbir.

Fue entonces, mientras todo parecía ya escrito, cuando un destello cegador nació de aquel cuerpo inerte y el cánido se irguió lentamente.
Toda brizna de su pelaje había sido sustituida por pétalos encarnados, sus ojos grises se tornaron dorados y un aura mística relampagueaba a su alrededor.
Centenares de dentelladas resonaron fulgurantes en medio de la penumbra hasta que no quedó ni el más mínimo ápice de animadversión tenebrosa.

Ella nunca habría podido hacerlo sin él, ni tampoco él sin ella y ambos comprendieron en ese mismo instante, arropados por el silencio, que al fin formaban parte de un mismo ser, de una misma esencia, de un mismo corazón. La eternidad los esperaba en un ardiente renacer, en una real ilusión, en un sueño sin adiós.

(Escrito y creado por Juan Antonio Acedo Díaz)